jueves, 24 de diciembre de 2015

Las huellas


Con frecuencia me pregunto cómo sería el ser humano  si no hubiera  violencia.
Si no tuviésemos presente el temor  al golpe o a la patada. Si no conociéramos el horror  del hambre o de la cárcel.
Si no creyéramos como algo posible vivir  la incertidumbre de un exilio o de una frontera cerrada a cal y canto.
Si el  palimpsesto con que el que venimos a la vida, con el que  recorremos escuelas, trabajos, calles, rebeldías, hubiera desparecido para siempre.
No puedo creer que la humanidad no sepa vivir en paz, no me puedo creer que los hombres y las mujeres acepten el sable como inevitable, que sea inevitable la bofetada, el insulto, el grito, la masacre.
No puedo creer que aceptemos como irremediable la injusticia impuesta sobre millones de seres.
Por esto me pregunto, ¿cómo será de hermoso y apacible el hombre en paz enteramente?, ¿cómo será esa mujer que no conoce ni a dioses de barro ni a esclavos?
¿Cómo  serán sus miradas, sus horizontes, su piel estremecida a ratos por la lluvia, a ratos por la risa de un niño que es mecido hasta dormirse?
¿Como será ese asombro de vivir sencillos, sin el peso del  miedo que lacera?
¿Cómo será vivir  con la historia mirándose en el espejo sin ojos que la deformen, sin lápices que la escriban y la atrofien?
Me pregunto estas cosas de poeta, ahora que las preguntas escasean  porque no encuentro un bálsamo que consuele esta visión monstruosa de lo humano. No es fácil creer cuando alrededor el desasosiego se clava en cada casa con cada violencia repetida.
Es cierto que aisladamente, como archipiélagos colosales,  conocemos seres humanos en toda su grandeza, los vemos diariamente inmensos, generosos y desafiantes batirse en duelo en las calles, los vemos a la intemperie señalando el dolor de vivir  triste y desahuciado, los vemos en remotos países y aquí al lado, apuntalando la existencia de quien lo ha perdido todo.
Soy capaz de reconocerlos desde lejos, auténticos y  libres. Ojalá se multiplicaran  millones de veces, y lo extraño, entonces fuera ver  desenvainar el rifle, golpear con saña, explotar niños, fabricar guerras.
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  Deseo vivir en un lugar donde hablar de paz no sea extraordinario, donde la violencia sea acorralada aunque lleve máscaras.
Cuando pienso en mi propia vida, lo hago con la curiosidad del restaurador de muebles. Reconozco la carcoma, los barnices que mano sobre mano se han ido agarrando a la piel, veo las cerraduras oxidadas, el olor intenso del paso del tiempo.
Como si esta vida mía fuera representativa de una época o de una sociedad repaso las personas que estuvieron a bordo de mi misma,  los lugares por los que caminé, cada una de las contingencias con las que he debido enfrentarme y en todas encuentro un nexo común, aprendido como inevitable, interiorizado como inexcusable: la violencia. 
Primero la violencia en la casa,  después en la escuela, después en la adolescencia con las detenciones, la represión en las calles, los asesinados con cal o con picana, después los trabajos, explotada, humillada, después o al mismo tiempo las relaciones personales a veces tortuosas o toxicas, después lo viajes por otras patrias. La violencia està tan presente en nuestras vidas que casi no la percibimos, nos hemos aclimatado en ese territorio hostil y subsistimos a duras penas, a veces alegres.
Soy ingenua, lo sé,  no quiero morirme sin conocer la paz entera.
Quisiera andar los caminos con todas mis preguntas y también con algunas respuestas.
Quiero mirar al hombre, al niño, a la mujer  y comprobar que en su piel no hay marcas, que en su mirada no hay marcas, que en sus ideas no hay marcas, que en sus corazones no hay marcas, de violencia, de impotencia, de rabia.
En fin, moriré, qué duda cabe, quizá de muerte natural, pero esto es poco probable.
Moriré  y eso será todo.

Quizá antes de morirme, quien recoja mi cuerpo o cierre estos ojos o me agarre la mano, sea libre y pacífico y sepa hablarme al oído como si estuviéramos solos y nunca, nunca, el odio hubiera sido parido.

Sopelana, 24 diciembre, 2015

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Manifiesto en soledad


No puedo  escribir a espaldas de la vida, como si este oficio fuera  ocultar  distraídamente los ríos de sangre, los manantiales de sueños, las memorias sepultadas, los ejércitos de paz que pisotean crimen tras crimen.
En estos tiempos de muertes evitables urge declararse en rebeldía. Urge  desenvainar la palabra  para clavarla en la yugular de la barbarie. No es bastante con lamentarnos del mundo en el que vivimos, debemos tomar partido y disparar ráfagas de protesta contra todas las formas de indiferencia.
No soy una poeta pesimista ni apocalíptica soy capaz de reír y de cantar. Aun puedo contar estrellas y caminar sin ritmo ni destino por los sueños o por  los libros.
Pero ser estúpidamente optimista no me impide ver el futuro como un lugar uniforme, con menos aire y menos semillas, con menos lenguas, más látigos y más depredadores.
El mundo que seguramente viene pariéndose desde que el capitalismo se hizo dueño y señor de casi toda la tierra es un lugar en penumbra con la sola luz de las monedas, donde nada vale o todo tiene un precio, desde el tiempo hasta los partos, desde los úteros hasta los sudarios, desde los frutos hasta los panes y los peces.
Todo tiene un precio ahora mismo y todo tendrá su valor en el mañana.

 Cada cuatro años elegimos quienes podrán distribuir nuestras pobrezas.  Las urnas son la excusa para legitimar la violencia.
 Las guerras que se inventan  son los salvoconductos de los codiciosos  para ordeñar las patrias ajenas hasta dejarlas resecas.

En Argentina, en Grecia, en Siria, en el Estado español.
En África, en Asia, da igual.
El imperio de la codicia triunfa y no importan las muertes ni los bombardeos, no importan los desiertos que crecen, ni los diluvios, ni los bosques que desparecen.
Mueren los pájaros y los nómadas.
Mueren los mares y la lluvia y los glaciares.
Y el suelo se mueve y se mueven los pueblos desesperadamente.

Y todos reconocemos la farsa de las democracias pero aún así, esperamos que con nuestro voto los siguientes años, cambiarán las cosas: abrirán las cárceles, se congelarán las bombas, se multiplicaran las casas.
Decidimos ignorar  que no somos libres, que andamos vigilados, que peligran las voces, que vivimos hermanados con todos los pueblos porque a todos nos crucifican con los mismos métodos, con las mismas mentiras, con los mismos espejismos.
Mansos hijos de la barbarie.
Y comprendo el optimismo que impera hoy día. Es necesario, a veces, convencerse de que será posible, con el mínimo esfuerzo, torcer el tobillo al destino amargo y letal del capitalismo.
No cambiará nada con los votos. Nada.
Es parte del juego, de la trampa, dejarnos votar, hacernos responsables.
Pero no saldremos de las arenas movedizas si para salir de ellas creemos que las opciones políticas tirarán de nuestros brazos  hasta salvarnos.
Ni en EH, ni en Chile, ni en Irlanda, Ni en Túnez.
Las elecciones son maniobras de distracción donde, mientras vivimos la ilusión de cambiarlo todo, las oligarquías continúan con su delirante expolio.
Y nada les importa. Nada.
Nada temen.
Lo quieren todo: los brazos, los bosques, las banderas.
Pagan con sangre ajena.

Por todo esto yo no creo en la libertad de las democracias que padecemos. No creo que las elecciones sean transparentes, sin mácula.
Los medios de comunicación, las encuestas, los debates televisados se encargan de dirigir lo pensamientos, de acomodarlos pa que todo sea màs de lo mismo.
Y si aún así  los resultados no convencen, pues se ilegalizan partidos o se encarcela a los que desafían esta gran farsa. La banca siempre gana.
Por esto me planto.
Aquí me quedo,
nos vemos en las calles
entre el verso y el pan
entre el pan y la tierra,
entre la tierra y la vida.

No cuenten conmigo,
para  ir a las urnas.
No cuenten conmigo para pagar a escote
a tanto ladrón del cielo,
del suelo
de la paz
y de las patrias.

Sopela, 9 de diciembre 2015